¿Mba'eiko la oikova ape? Es una pregunta que hizo un pobre anciano que se fue hasta el obispado para ver si alguien le podía ayudar, sin embargo, se encontró con una sorpresa inesperada: las puertas de las pastoral social estaban cerradas. Bueno, decidió tocar la gran puerta del palacio episcopal, la que tiene dos grandes argollas, pero sin suerte. Las puertas estaban cerradas.
Él, sin comprender lo que pasaba se retiró nuevamente de ahí. Y bien, mientras deambulaba por el patio otrora lleno de flores, y ahora esquivando algunos yuyos que habían crecido allí, pensó ¿qué habrá pasado acá? Porque el pobre hombre, de condición tan humilde, no llegó a enterarse de los cambios que hubo en la Diócesis de Ciudad del Este.
Así, el desafortunado anciano, enfermo y con múltiples necesidades, se vio obligado a recostarse cerca del estacionamiento y pasar la noche allí, esperando que el buen Dios le depare una mejor suerte al día siguiente.
Tal vez en realidad no sea culpa de nadie, porque la Diócesis está en proceso de reordenamiento –o al menos esto es lo que sabemos-, porque desde los últimos acontecimientos todo se mantiene herméticamente. Ya no hay un portal de noticias, donde la gente se mantenía informada sobre las actividades, ya las radios católicas no pasan los boletines de prensa diocesanos, en fin, el proceso de reordenamiento ya es demasiado silencioso.
Y como pasó en el Génesis, la noche cedió al día y el pobre anciano se desperezó apenas sintió el calor de los primeros rayos, que justo dieron por su cara, porque de noche algunos niños callejeros le robaron los harapos con los que se tapaba la cabeza para evitar el sereno.
A las 8:20 más o menos pudo distinguir unas figuras que se movían en el patio y creyó que eran los funcionarios del obispado que llegaban, entonces pensó que era hora de entrar y probar suerte con el cura que atendía en la pastoral social. Mas, la desgracia había tocado fondo y el pobre anciano estaba a punto de conocer el triste desenlace final de esta historia.
Toc, toc, ¿ikatuiko karai pa’i eñatendemi che rehe? Che rasy ha che ñembyahyi’eterei. Al otro lado del gran salón reinaba un silencio tan profundo que en otras épocas uno creería haber topado con la celda de unos monjes cartujos, pero ese salón hasta hace unos meses estaba lleno de insumos médicos, remedios, alimentos, vestimentas y otros artículos, a través de los cuales la Iglesia diocesana cumplía con su directa acción de caridad a favor de los más pobres, estos pobres a quienes tanto amor demuestra nuestro Papa Francisco.
Él, sin comprender lo que pasaba se retiró nuevamente de ahí. Y bien, mientras deambulaba por el patio otrora lleno de flores, y ahora esquivando algunos yuyos que habían crecido allí, pensó ¿qué habrá pasado acá? Porque el pobre hombre, de condición tan humilde, no llegó a enterarse de los cambios que hubo en la Diócesis de Ciudad del Este.
Así, el desafortunado anciano, enfermo y con múltiples necesidades, se vio obligado a recostarse cerca del estacionamiento y pasar la noche allí, esperando que el buen Dios le depare una mejor suerte al día siguiente.
Tal vez en realidad no sea culpa de nadie, porque la Diócesis está en proceso de reordenamiento –o al menos esto es lo que sabemos-, porque desde los últimos acontecimientos todo se mantiene herméticamente. Ya no hay un portal de noticias, donde la gente se mantenía informada sobre las actividades, ya las radios católicas no pasan los boletines de prensa diocesanos, en fin, el proceso de reordenamiento ya es demasiado silencioso.
Y como pasó en el Génesis, la noche cedió al día y el pobre anciano se desperezó apenas sintió el calor de los primeros rayos, que justo dieron por su cara, porque de noche algunos niños callejeros le robaron los harapos con los que se tapaba la cabeza para evitar el sereno.
A las 8:20 más o menos pudo distinguir unas figuras que se movían en el patio y creyó que eran los funcionarios del obispado que llegaban, entonces pensó que era hora de entrar y probar suerte con el cura que atendía en la pastoral social. Mas, la desgracia había tocado fondo y el pobre anciano estaba a punto de conocer el triste desenlace final de esta historia.
Toc, toc, ¿ikatuiko karai pa’i eñatendemi che rehe? Che rasy ha che ñembyahyi’eterei. Al otro lado del gran salón reinaba un silencio tan profundo que en otras épocas uno creería haber topado con la celda de unos monjes cartujos, pero ese salón hasta hace unos meses estaba lleno de insumos médicos, remedios, alimentos, vestimentas y otros artículos, a través de los cuales la Iglesia diocesana cumplía con su directa acción de caridad a favor de los más pobres, estos pobres a quienes tanto amor demuestra nuestro Papa Francisco.
Duro su mensaje final, "estos pobres a quienes tanto amor demuestra nuestro Papa Francisco."
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