Como todas las tardes, Juan, un feligrés de la Catedral de Ciudad del Este, acostumbra salir a estirar un poco las piernas y de paso visita el Santísimo Sacramento, que permanece en la capilla ante la llama ardiente que indica su presencia. Una de las muchas obras que dejó como rica herencia el destituido Obispo Livieres.
Bueno, esa tarde, después de un tenue aguacero que obligó a casi la mayoría de los vendedores a cerrar sus casillas y por doquier decían: qué pucha, ko aguacero ombyai reite la ñande ka’aru. Reitero, esa tarde, Juan también salió un poco atrasado para realizar su visita y a caminar un rato, porque desde que su médico le recetó esta práctica hasta ahora lo sigue haciendo todos los días.
Resulta que en esa ocasión, este hombre decidió también confesarse, aprovechando que pasaba por la Catedral, y como antes siempre encontraba un sacerdote detrás del confesionario, se fue confiado; sin embargo, esta vez las cosas serían diferentes, porque no había ni sacerdote ni confesionario. El sacerdote que confesaba fue traslado y el confesionario volvió a su antiguo sitio, como si fuera un mero objeto de museo.
Se recogió un rato frente al Santísimo y después de recitar piadosas oraciones, pidiendo por el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, decidió marcharse, mas la lluvia lo obligó a buscar cobijo en la secretaría parroquial. Que queda casi detrás del templo, dedicado al patrono de la garganta, San Blas.
Permaneció allí en los pasillos y se encontró con un guardia que estaba allí con su tereré en mano. Empezaron a conversar, y el guardia le tomó rápidamente confianza y le empezó a contar los chismes catedralicios.
La ñande pa’i iletrado formal – le dice el guardia. Y Juan, ya curioso y con la atención fijada en el relato, lo interpela a que le explique. Y –prosigue el guardia- resulta que cada noche acá se arma una farra pytumby, con cerveza y música, se reúne el pa’i con sus amigos, tocan guitarra, chupan y le bajan kentuki que da gusto.
Juan se muestra un poco contrariado. Luego le pregunta al guardia, ¿qué hacen los curas que viven allí, si por qué ya no confiesan como antes? Allí el guardia le explica que inmediatamente después de que Livieres fue echado, el párroco mandó echar del templo el confesionario y no atiende a más nadie por las tardes. Y a esto se debía que no hubiese nadie para confesar en la Catedral.
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